el viaje y la huida

Discernir entre viaje y huida parece tarea ardua. A veces la construcción está tan bien hecha que el sesgo huida no aparece visible si no es bajo una atenta observación. La observación, desde donde es menos frecuente, es desde el propio sujeto afectado. He conocido gente muy viajera a la cual, si alguien les insinuara que lleva toda su vida en realidad huyendo, pondría el grito en el cielo o caería en el más profundo abatimiento. En la huida disfrazada de viaje va implícita la inconsciencia de la primera y el trampantojo del segundo. Ser consciente del escapismo travestido de Marco Polo acarrea una serie de problemas que normalmente el ser humano no está por la labor de afrontar. La huida suele ser interminable y anarmónica y posee un sustrato de insatisfacción que no desaparece con ella. Amaina, pero no se extingue. No es que no pueda procurar momentos de asueto y regocijo, que los procura, pero el asunto sosegado le es esquivo. Uno puede creer que ha viajado por todo el mundo y, en realidad, ha huido por todos los lugares posibles de, probablemente, uno muy pequeño, quizás de topónimo familiar.
Así me reflexionaba, como me cenaba, la otra noche -cena indecente, como la comida, por cierto-. Y así conversaba tras llegar al día siguiente a casa, telefónicamente, con quien sabe que huye, como yo. 
Mis viajes han tenido siempre una pincelada de huida más o menos acusada porque servidor es un fugitivo disfrazado de, y a veces sin disfraz, que para qué. En épocas han sido menos huida y más viaje y en otras al revés. A día de hoy están en una proporción razonable. Hoy abordaré el último que hice, de principios de esta semana, donde la huida era palpable. También el viaje, psicotropía incluida. Voy a ello:

Aquella ruta que quedó inconclusa hace casi dos años, esta vez quedó finalizada y bien finalizada. Por orden cronológico y fotográfico: empecé el lunes yendo a Murcia en el cercanías; seguí haciendo acopio de Kcal al mediodía en uno de mis santuarios gastronómicos; a la caída del sol nos tomamos nuestros preceptivos quintos frente a la mota del río; al día siguiente, día de autos, salí con G. a las 6 a.m. y antes de las 9 ya estábamos desayunando en Mula -foto de las dos bicis-; de ahí en adelante seguí solo, que G. tenía que trabajar y regresó a la urbe, de modo que Bullas, Cehegín y el destino final, Caravaca, donde pernocté por 11€ en la antigua estación de ferrocarriles, final de la vía. La siguiente foto es de la partida, sobre las 7 a.m., de regreso a Murcia. La última, en Mula, desayunando.
A la vuelta me salí todo lo que pude de la vía verde, usando carreteras, vías de servicio y sendas. Hay una cara B en esta vía, casi más interesante que la A, como suele ocurrir. Si Murcia, la provincia entera, me parece una mina de ultramodernidad y esperpento, el interior de la misma alcanza cotas insuperables. Esas cotas buscaba, y hallé, en el regreso, saliéndome del camino trazado. Pero de ellas no guardo foto ni tengo ganas de glosa.











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